Escritas por mi papa desde 1954...Un hombre con sentido común

miércoles, 22 de febrero de 2012

Dina...(cuentos cortos)

Cuando la trajeron hace dos años, no me encontraba en mi domicilio, y mientras retornaba a él, iba pensando en el perrito que me iban a “regalar” pese a mis deseos, pero como era irremediable tal ofrenda... Lo imaginaba de raza. Me habían dicho que se trataba de un foxterrier de pelo duro, esos con
caras rectangulares y cómicas, inteligentes. Abro la puerta y expectante espero el recibimiento alegre de mi nuevo huesped, y cual no sería mi asombro, anque desaliento, cuando veo apoyada contra la pared, un perrito de pelaje negro y corto, con las patitas y hacico color habáno, me miraba como avergonzada de encontrarse ante mí; la llamé y comenzó a venir, arrastrandose con la humildad de los desamparados, luego se sento en el piso y poco a poco fue levantando sus ojos como para ver si el “placer” era concedido. Honradamente despertaba simpatía, tragando saliva le ordeno que vuelva a su lugar y con asombro observo que es bastante descaderada, las patitas traseras torcidas y para colmo un rabo largo que arrastraba en el suelo; con cierto disgusto me fui a dormir. 

A la mañana siguiente, al despertarme me encuentro con dos ojos que enseguida desvían su trayectoria a la alfombra, lo soslayo y entonces los vuelve hacia mí; pienso que si no es una broma y el destinatario de ese animalejo soy yo, tendría que comenzar a buscarle un nombre apropiado como Humildad, Desolación, etc. Suena el telefono y me confirman lo que tristemente suponía, no era una broma; el foxterrier lo llevó una agraciada dama y a mí me dieron éste, que mi inapreciable sentido común me decía que era un simple perrito ratonero, ah! y que era perrita. Apechugando y con mucha circunspección le di de comer y mientras lo hacía, razonaba que nuestras relaciones iban a ser extrictamente circunstanciales, hasta tanto le encontraba un nuevo amo menos pretencioso.
Paso una semana, luego otra y a medida que pasaban los días comencé a sentir una sensación inexplicable, mezcla de interés y comprensión hacia los irracionales; a veces, ya sea en la calle, en el club, en el cine, mi imaginación se desviaba fragmentariamente hacia ese animalito que esperaba con ansiedad mi regreso para no sentirse tan sola e incomunicada. Pasó un mes y ya no quedaron dudas de quien sería su dueño. En forma seria me puse a buscarle un nombre, me acordé de el nombre de Dino, acordándome del perro de los famosos Picapiedras de la televisión y la llamé DINA. El día que tomé la resolución de darle un lugar preferencial entre mis amigos, la invité a subir al auto, estaba agazapada por temor a que la reprendieran, no osaba levantar su cara arriba de la ventanilla, le animé y entonces así comenzó a mirar con avidez los edificios, vidrieras, gente, y también vió otros vehículos que llevaban congéneres suyos que sacaban la cabeza con mucho garbo y distinción; fue tomando poco a poco confianza, luego en los paseos posteriores y ya afianzada sintióse participe; creo, llegó a comprender que ella, el auto y el dueño formaban una trilogía indisoluble. No quedaron parques, paseos, playas (hasta las prohibidas para canes) que no estuviese Dina presente, mis amistades tuvieron que aceptar que cuando me invitaban a alguna reunión, mi presencia estaba condicionada a que ella estuviese también presente. A medida que fueron pasando los días, llegó a ser la niña mimada del edificio y gente vecina.

Dina poseía esa rara condición de que la gente se encariñara de entrada, una ladrona de afectos. Cierta vez en Punta Mogotes, apenas llegó a la playa corrió velozmente hacia el agua con intención de zambullirse y en la creencia que se encontraba de nuevo en su río predilecto, grande fue su disgusto al comprobar que todavía estaba en la jurisdicción de aguas saladas, pero inmediatamente, su gesto, como de costumbre se trocó en mansedumbre cuando un señor muy simpático le prodigó caricias, era el actor italiano Alberto Sordi. Al volver a Rosario lo primero que hice fue llevarla al Paraná, para demostrarle que el agua dulce no se había acabado, disfrutó lo indecible, corrió tanto y se metió tantas veces en el agua que se olvidó de comer el asado que estaba preparando con un grupo de amigos y del que ella sería principal vedette.
Hace una semana comenzó a sentirse mal, y ante el pesimismo del veterinario, acepte la idea de su desaparición, estacioné el automóvil como de costumbre frente a la puerta y la llamé, apenas se arrastraba, entonces la tomé en mis brazos y solícitamente la acomode en el asiento, mi idea era llevarla a la vera del río, donde tantos momentos gratos pasamos, más intuyendo que el tiempo apremiaba, la lleve a un parque más cercano, allí sobre las barrancas, la apoyé suavemente sobre el cesped bastardo como ella, pero limpio de cizañas, quiso levantarse pero no pudo, la ayude a sostenerse en sus patitas chuecas, aspiró la suave fragancia de la tarde octubrina, miró a lo lejos como queriendo retener el gran río, me lamió las manos y expiró. Mientras procedía a enterrarla allí mismo, bajo un añoso ciprés, me vino a la memoria un episodio que me había ocurrido hacía treinta años en el colegio Nacional de Monserrat de la ciudad de Córdoba; una mañana al ingresar al referido colegio encontré muy apesadumbrado al viejo portero, al preguntarle que le andaba pasando, me contesto: hijo, ha muerto mi perro y mientras me dirigía al aula me relataba detalles de su fiel amigo, no sin antes repetirme una frase de Antole France..."no se ama verdaderamente, sino cuando se ama sin razón y sin motivo".

miércoles, 15 de febrero de 2012